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lunes, 17 de septiembre de 2012

Esperanza Aguirre: el privilegio de poder irse



Fotografía tomada de es.noticias

El PP es un partido oscuro, integrado por gente habitualmente oscura y que se manifiesta, a pesar de que sus integrantes suelen vanagloriarse de tener las ideas muy claras, de forma bastante oscura. El PP y sus miembros nos tienen, por otra parte, acostumbrados a la mentira, a las medias verdades y a las contradicciones entre el decir y el hacer.

Por eso, cuando Esperanza Aguirre sorprende a la ciudadanía con el anuncio de su dimisión, uno se lo cree, pero, en realidad, se deja enseguida impregnar por el potente perfume de la sospecha: ¿Y por qué? ¿Y para qué? Ella misma, haciendo gala de esta esencial oscuridad pepera, ha ocultado en sus declaraciones la verdadera causa de su decisión, hablando de cansancio y de cuestiones personales.

Sabemos que ha padecido un cáncer del que fue tratada sin someterse a ninguna lista de espera y con unos resultados espectaculares. Parece ser que el próximo martes tiene una revisión prevista, lo cual pone, en principio, muy en entredicho que la causa sea una recaída en la enfermedad, aunque cualquiera sabe.

Dice que está cansada y que por eso se va. Yo también estoy cansado. La inmensa mayoría de los trabajadores de este país, en donde muchos de ellos sufren las consecuencias de las políticas de Aguirre y de su corte de recortadores, están cansados, pero no pueden permitirse el lujo de irse. Me fastidia enormemente que haya políticos, que ejercen su actividad de forma profesional, aunque cuando les interesa proclaman que no lo son -serán entonces meros aficionados-, digan que se van porque están cansados. Aunque algunos estábamos convencidos de que en las últimas elecciones al Ayuntamiento de Madrid, aunque votaran a Gallardón, estaban votando sin saberlo a Botella, es verdad que lo de la retirada de Aguirre no entraba en las previsiones. El caso es que por las conveniencias personales de los que salieron elegidos, ni el alcalde ni la presidenta de la Comunidad están en sus puestos. Esto no me parece serio porque fácilmente puede interpretarse como un fraude a los electores y como una utilización particular de los ciudadanos que acuden a votar: si me interesa, me quedo y si no me interesa, me voy. Seguramente que en los próximos días podremos conocer alguna que otra sorprendente novedad como fruto del ansia de poder de Esperanza Aguirre y de sus socios.

Yo tengo una discreta alegría por la desaparición de la primera línea política de esta señora. Sólo es discreta porque, a pesar de que yo la considero un caso claro de maldad en muchos sentidos, deja en su puesto a uno que ha sido criado políticamente en sus pechos y a un equipo de gente insensible e interesada, capaz de seguir ejerciendo las atroces políticas neoliberales. Si esta dimisión es por causa de su salud, lo lamento mucho, porque no le deseo una enfermedad grave a nadie. Pero la sospecha me lleva a pensar en jugadas a más largo plazo. No sé si esta injustificada desaparición podrá ser un quitarse de en medio ante la hecatombe que se avecina o el prólogo de una futura reaparición para afrontar tareas más altas.

Lo que me apetece decirle a la señora Aguirre, contando con la escasa información que nos ha dado a los ciudadanos, es que se deje de historias y que cumpla con el mandato de las urnas. Nadie se va de la fábrica por cansancio. Su deber es el de agotar la legislatura y convocar luego unas elecciones. Lo demás son privilegios.

viernes, 8 de mayo de 2009

¿Transporte? ¿público?


Hace unos días fui a Madrid en transporte público. Tomé uno de los autobuses verdes que unen la capital con las ciudades del extrarradio. El conductor del autobús era un hombre joven y amante de la música, tanto que nos estuvo obsequiando todo el viaje con unos variados sonidos a alto volumen que los pasajeros teníamos que oír, quisiéramos o no. A veces él mismo, haciendo gala de un pésimo oído, tarareaba en voz alta la melodía que nos imponía desde su puesto de mando. El autobús era uno de estos modernos, cerrado casi herméticamente y preparado para ser usado con aire acondicionado. Pero el aire que disfrutábamos era simplemente el que circulaba de manera natural dentro del autobús. Hacía tanto calor allí dentro que llegué a pensar que debía estar puesta la calefacción, mientras en el exterior había 27 ºC.
Cuando llegué a Madrid, tomé un autobús urbano en el que reinaba el mismo calor que en el anterior. En este caso el calor se compensaba parcialmente con los escalofríos que producía el conductor al tomar las curvas a gran velocidad.

La vuelta la hice en otro autobús verde a eso de la 1 de la mañana. El conductor, que también tenía algo de prisa, se entretenía charlando con una señorita que, instalada en el primer asiento delantero y que ya llegó dentro del autobús a la primera parada, le daba conversación mientras él realizaba su trabajo. Recordaba yo unas inscripciones, que antes ponían en la entrada de los autobuses, que informaban de que estaba “Prohibido escupir en el suelo” y “Prohibido hablar con el conductor”. Supongo que el motivo de esto último era no distraer al chófer y procurar que estuviera atento a lo que pudiera ocurrir mientras conducía.

Ignoro si los conductores de los autobuses en los que me monté eran funcionarios, de esos de los que habla para insultarlos nuestra nunca bien ponderada doña Esperanza Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid. Es posible, más bien, que fueran trabajadores de alguna de las empresas privadas que se encargan de los transportes en la ciudad y en la región. No vi, por otra parte, como hace años que no los veo, ningún inspector o similar que controlara la actividad de estos conductores. El caso es que, al comprobar la mala calidad del servicio que se me ofrecía, que contrataba sensiblemente con las bravuconadas que con aire avejentado profiere la citada señora presidenta, me quedaron pocas ganas de volver a usar el transporte público.
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