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jueves, 14 de enero de 2021

Filomena



 Yo nací en agosto, en la costa de la luz. Desde mi más tierna infancia estoy acostumbrado a oír expresiones tales como “Ojú, qué caló” o “A ver si viene el verano ya”. Ya sé, porque lo dijo Juan Pablo II, que el infierno no existe -una pena-, pero mientras existió estuve del lado de quienes, siguiendo a Dante en la Divina Comedia, pensaban que lo que abundaba en él era el frío, un frío terrible y helador. Lo del calor tórrido era algo, al parecer, más eficaz para asustar a la gente y hacer que se sometieran a la religión oficial.

El caso es que Filomena, esa odiosa borrasca o lo que sea, ha convertido a Madrid y alrededores en un dantesco infierno, que no será eterno, pero que parece que tardará una eternidad en desaparecer.

Hoy tuve que salir. Ya faltaban en casa algunos alimentos, sobre todo frescos, y había que tomar medidas. Así que me calcé unas botas que otra Filomena de estas, que nos atacó a traición en una ciudad del norte de España, me obligó a comprar y no había vuelto a usar; me encebollé con cuatro o cinco capas de ropa; me puse un gorro para evitar que el 80% del calor corporal se escapara por la cabeza, como suele ocurrir; cubrí las deterioradas manos con unos guantes; tomé el carro de la compra, el gel hidroalcohólico, la mascarilla y un bastón, para evitar resbalarme con el hielo, y me eché a la calle como quien se mete en la selva, o en el polo norte, a ver si salía ileso de la aventura.

Fue una pena que no me hiciera una foto, porque debí de ir hecho un lamentable cromo. Embutido en un abrigo alemán que me compré hace lo menos veinte años y que todavía dura, con la mascarilla, unas gafas fotocromáticas que, en cuanto ven el sol o la nieve, se ponen oscurísimas, el sombrero calado hasta las cejas, el carro en una mano y el bastón en la otra, no sé si daba la imagen de un asesino que transportaba a su víctima en el carro de la compra o la de un anciano enfermo que no podía valerse por sí mismo. Había leído que en estos casos, para evitar que en un resbalón se caiga uno para atrás -no quiero ni pensarlo-, lo mejor es ir con las rodillas un poco flexionadas, algo inclinado hacia adelante y andando a pasitos cortos apoyando bien los pies. Seguí estas recomendaciones al pie de la letra.

Ya habían pasado las máquinas quitanieves que la alcaldesa, con buen criterio, había alquilado para limpiar, al menos, el centro de las calles de la ciudad. La calzada estaba bien, se podía andar, aunque de vez en cuando aparecían unos trozos de hielo que te hacían olvidar toda tranquilidad y te devolvían al mundo en el que hay que tener cuidado permanentemente.

Yo iba con mis pasitos cortos y mi disfraz de friolero. De pronto, vino hacia mí un señor con un anorak de nada y un perro. Yo iba a encarar una zona de hielo en la que no daba el sol. Seguro que me vio pinta de tullido, de ser desvalido o de inútil, no sé. Los pasitos cortos y el bastón no invitaban a nadie a pensar que era un galán de Hollywood. El buen hombre se me acercó y me dijo:

—¿Quiere usted que le pase el carro al otro lado del hielo?

Me quedé frío, quiero decir, que se me congeló la mente, porque el cuerpo entonces ya estaba cocinándose a baja temperatura.

—Bueno, si es usted tan amable —le dije.

En un santiamén depositó el carro unos metros más adelante. Volvió y, con una generosidad que me hizo creer un poco más en la humanidad, me soltó:

—Agárrese a mí, que le ayudo.

Claro, yo estaba perplejo. Si el maldito hielo no hubiese estado allí, le hubiese dicho que, oiga, que no soy tan mayor, que puedo ir solo, que tampoco es para tanto y que muchas gracias, pero de lo que no tenía ninguna gana era de discutir ni de hacer ver al buen hombre que todo aquello no era más que la manera que un tipo del sur tenía de enfrentarse a una catástrofe nórdica, como es esta nevada filomenal. Pensé que lo más económico era agarrarme del brazo del buen hombre y andar con él los pasos que me separaban del asfalto seco y seguro. No quise quitarle de la cabeza la posible idea de que estaba socorriendo a un necesitado, así que seguí con mis pasitos cortos, mi bastón e intentando dar la impresión de ser un incapaz que requería ayuda, para no crearle al buen hombre una situación desagradable.

—Muchas gracias. Es usted muy amable —le dije, ciertamente agradecido por el detalle que había tenido con este inútil del sur.

No sé si sería mi voz, impropia del disfraz que llevaba puesto, o algún gesto que se me pudo escapar, el caso es que algo terminó por no cuadrarle mi generoso y fugaz acompañante, porque en cuanto llegamos a tierra firme, me soltó y no quiso saber nada más de mí.

Yo proseguí mi camino, andando despacito, con la mirada puesta en el suelo, acarreando el maldito carro y apoyando el bastón con cuidado en el suelo. Llegué al supermercado atravesando algún que otro océano de hielo de tres o cuatro metros de longitud y andando por la calzada la mayor parte del tiempo. Hice la compra y volví. El camino era cuesta arriba y tenía que tirar del carro lleno, pero no hubo mayor contratiempo.

En cuanto llegué a casa, me quité todo el disfraz, incluida la mascarilla y las gafas. Me miré al espejo y comprobé con alegría que no es que pareciera un jovencito, pero que, con un buen maquillaje y una luz adecuada, aún podría hacer algo en Hollywood.


viernes, 6 de marzo de 2015

Los viernes, etimologías. Hielo, nieve



Son muy divertidas las hipótesis sobre el origen geográfico de nuestra primigenia tribu indoeuropea, a partir de las palabras compartidas por las lenguas actuales, de fenómenos climáticos o de animales y árboles. Los términos para oveja, vaca o caballo son parecidos en muchas lenguas, desde Irlanda a la India; oso, lobo o ciervo, casi igual; haya y salmón dan pistas, pero ¿y si han cambiado la flora y la fauna?

El retrato robot de nuestro hábitat ancestral sería un territorio montañoso, con encinas y robles, con lagos de montaña, con ríos de corriente rápida, cielos cubiertos, tormentas y ventarrones, lluvioso, frío y con copiosas nevadas, pero con veranos calurosos. Sin tomar todo esto muy en serio, la hipótesis más barajada es la de las estepas del sur de Rusia, pero según otros, al sur del Cáucaso. Y hay otras muchas teorías.

Veamos el clima.


HIELO

En latín gelu es frío y glacies, hielo. En español tenemos a partir de gelu, helar, helada, gélido (los adjetivos siempre tan fieles al origen etimológico), helado, deshelar, deshielo, congelar, congelador y anticongelante; gelatina, del italiano gelatina, derivado del gelato (el helado es una de las grandes aportaciones de Italia a la cultura universal, junto con el arte renacentista); jalea, antes jelea, del francés gelée. Y a partir de glacies, glacial y glaciar. Hay una sustancia, el GEL, que cada día tiene más importancia en la industria, término acuñado por la química moderna, a partir de gelatina, para eso que ya llaman algunos el cuarto estado físico de la materia; no es ni sólido ni líquido, ni gaseoso, claro. Hiel se parece, pero no tiene nada que ver, viene de otra raíz, el latín fel, de la familia de ciertas palabras relacionadas con colores entre amarillo y verde claro. En griego el hielo se llama krýstalos, de donde, por la semejanza, viene nuestro cristal. Así que, si decimos: "Mira qué cristales de hielo", hacemos sin darnos cuenta una semejanza en sentido contrario al verdadero. En euskera es izotz, agua fría, de iz, agua y hotz, fría.


NIEVE

En latín nix-nivis. Y tenemos nevar, nevera. Se relaciona con el inglés snow y la raíz está en todas las lenguas indoeuropeas. La nieve es tan blanca, tan hermosa... Y el nombre también es hermoso: nix, nieve, neu, neve, elurra, neige, italiano neve, griego nifás, inglés snow, ruso sneg, alemán schnee, lituano sniegas, polaco s'nieg...

De ez (no) y lur (tierra), elurra sería no tierra, que impide ver la tierra, qué bonito. ¡Estoy oyendo a Jacques Brel cantando "Il neige sur Liège"!


Claro, que en ocasiones el invierno es duro y peligroso. Pero, tranquilidad, que ya se va acabando.