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lunes, 22 de noviembre de 2010

Una marea



Nada más aparecer, me colocaron en la orilla. Me dijeron que aquel era mi espacio y mi tiempo. La alegría solemne de la luz, el fresco relajante de la noche, el punzante olor del mar, el imponente sonido de las olas y la suave compañía de la arena me hicieron crecer sintiéndome feliz. Poco a poco, casi sin notarlo, el mar fue subiendo de nivel. Al principio me refrescaba los pies y me masajeaba las piernas. Cada vez había más agua y la arena de la playa se reblandecía a causa de mi peso y de la cantidad creciente de líquido que llegaba hasta mí. Me fui hundiendo lentamente y sin remedio en aquella mezcla. Con una rapidez alarmante fui sintiendo que a cada momento me era más difícil mover las piernas, que mis brazos se volvían inútiles, al igual que mis oídos y mis ojos se tornaban inservibles. El último torreón de vida que me quedaba era la respiración y el olfato a través de la nariz, pero una ola cargada con demasiada energía me la anuló para siempre. Allí quedé sepultado bajo la dulce apariencia de la arena y de las cálidas olas del mar.

Como todos los que fuimos depositados en la playa en aquel espacio y en aquel tiempo, no duré más que una marea.