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sábado, 18 de junio de 2011

Eso es todo



Dije “Pues eso es todo”. Terminaron a la vez la clase, el documental sobre la situación de la mujer en el mundo que les estaba poniendo a los alumnos de 1º de Bachillerato y mi actividad como profesor. Había unos quince alumnos porque el resto estaban haciendo un examen de otra cosa. Dije eso, pero nadie captó la intención. Era viernes, a las 13:15, y esas no son buenas horas para la lírica. Yo comprobé una vez más que la vida no se encuentra en los sitios oficiales, en los lugares convencionales, sino en las distancias cortas, en el trato personal, en la cercanía. Así que se fueron, apagué el ordenador y me fui al departamento. No sentía nada. Posiblemente prefería no sentir nada.

A media mañana había ido a ver los horarios de los otros profes que se jubilaban. Bueno, de todos menos uno, al que sólo le tendría que decir que me alegro mucho de que se vaya, pero no me entendería y, además, no tengo ganas de hablar con él. Quería, a ser posible, esperarlos a la puerta del aula tras su última clase y decirle a cada uno que había sido un buen profesor. Lo hice con una profesora, con la que me fundí en un largo abrazo, en medio del cual casi no pude terminar la frase, porque ni me salía ni me dejó ella hablar, ya que me hizo una larga alabanza de mi vida profesional que me dejó bloqueado.

Antes de entrar a mi última clase, fui a ver a otro de los que se van. Permíteme, JB. que lo cuente, porque creo que lo tuyo tenía una fuerte carga simbólica. Me lo encontré en el pasillo, en la puerta de un aula en donde tenía que dar Medidas de atención al estudio, esa estupidez que se ven obligados a dar en los Institutos mientras otros alumnos dan clase de religión, en lugar de hacerlo en las parroquias. Me dijo que se negaba a entrar en el aula, que estaba dando un testimonio de rebeldía en la última clase de su vida, que les había pedido desde el principio del curso un poco de respeto hacia los demás, para que aprovecharan el tiempo y pudieran hacer algo útil. Se lo habían negado a lo largo de todo el curso y en el último día quería dejar bien claro que él no participaba de esa manera de ser y de estar. Los alumnos, por su parte, miraban por la ventana, charlaban y vivían ajenos a los valores que estaban siendo destrozados allí. Le apreté con fuerza el hombro y me fui a mi clase con una extrañísima sensación dentro de mí. Allí se pasó toda la hora, de pie, diciéndole al mundo que los alumnos deberían venir de casa educados y no asilvestrados y dando testimonio de eso tan raro que es la dignidad profesional.

Luego, tras mi clase, en donde me quedó muy claro a mí y a nadie más que eso era todo, me fui a buscar al último de los elegidos. Lo encontré, como siempre, ocupadísimo, con mil cosas en la cabeza y probablemente sin que se hubiera dado cuenta de que era su último día en este oficio. No le dije nada por miedo a producirle un cortocircuito. Le regalé una sonrisa y lo dejé ir.

Unas antiguas alumnas estaban por allí organizando una cena y me fui con ellas a la calle. Estuve paseando un rato sin pensar, pero con un cierto nudo en la garganta que tardó en abandonarme. En casa hice unos macarrones con unas hierbas italianas “Rosso Sicilia” que no quedaron mal y que me ayudaron a despejar la cabeza. Después celebré la efeméride con una pequeña siestecita, me fui a hacer deporte y ahora estoy aquí cansado, como ausente, dispuesto a ocuparme en lo que decida hacer.

He leído todo lo que con tanto cariño me habéis dicho hoy. Me decía Raquel que hoy es un día de cambio para empezar un mañana diferente. El cambio es la gracia de la vida, lo que hace interesante y llamativa y sugerente y apasionante la vida. La rutina y la monotonía son la no vida, pero hay veces que el cansancio nos hace cambiar de punto de vista y lo que es positivo para crecer, lo vemos como un inconveniente, como un obstáculo, como un peso difícil de sobrellevar. Creo que eso es lo que me ha pasado a mí, que he visto el cambio como un castigo divino, como una separación de un mundo habitual, y no lo he visto como la gran oportunidad de que aparezca la savia de lo nuevo, el mañana diferente, seguramente más libre y más mío. Y las estelas en la mar que me recordaba mi amiga P. vienen hoy cargadas de redes sociales a través de las cuales puede haber mucha comunicación. No se puede poner fecha de caducidad a lo que uno es, me dijo Auro y le doy la razón. Sea lo que sea lo que uno es, lo es mientras puede. A lo mejor cambia el modo o el estilo, pero uno no deja de ser lo que es por un detalle administrativo. A lo sumo, puede adaptarse a las circunstancias, pero sin renunciar a ser. Echaré mano de lo que me ha dicho Laura: Tú siempre sabes lo que hay que hacer. Ojalá sea así, Laura.

jueves, 2 de junio de 2011

Ya pasó..., creo.


Hay veces en las que la realidad se vuelve simbólica y se carga de una fuerza inusitada. Es como cuando un simple trapo se convierte en una bandera,  que afecta a los ánimos y puede generar conductas insospechadas. Esto me ha pasado hoy en la comida con la que algunos compañeros del Instituto han querido generosa y cariñosamente despedirnos a los 5 profesores que habíamos optado voluntariamente por dejar la enseñanza.
Ya he explicado lo poco dado que soy yo a estos fastos, sobre todo cuando me afectan directamente a mí. Estuve toda la mañana raro, con la cara que vete a saber qué quería decir y con el ánimo preocupado. ¿Estás nervioso? me preguntó Emma, buena amiga y buena profesora, buenísima, y le dije que me sentía raro. Es que no acabo de hacerme a la idea de la nueva casa en la que voy a vivir, de la nueva ocupación –que ni yo mismo conozco- con la que voy a llenar mi vida. Sólo sé que estamos yo y el tiempo, que es la base de la vida, y que mi problema es transformar el tiempo en vida. De alguna forma se hará y ya veremos cómo.


El caso es que nos encaminamos al lugar de autos, un restaurante grande, en donde se come bien, sin que se encuentre uno sustos al final en la factura. Fueron apareciendo los compañeros, los actuales y muchos de los antiguos, algunos de ellos ya jubilados.  Saludos más o menos efusivos, comentarios para ponerse al día, sorpresas en muchos, que no esperaban mi jubilación, y ambiente, en general, cordial.


La presidencia. Aquí empezó el símbolo a crecer como esos monstruos que aparecen en las películas y que parece que se abalanzan sobre uno desde la pantalla. No se podía elegir el sitio en el que sentarse. El destino me había situado allí, en la presidencia. Cuatro personas felices y yo, estúpidamente dubitativo, problematizado, ni triste ni feliz, sino todo lo contrario.
Comimos, bebimos, hablamos, reímos, qué bien, hasta que llegaron algunos compañeros con unas bolsas con unos regalos, que eran también símbolos de que todo estaba ya hecho. Un e-book  y una botella de ribera del Duero. Un buen detalle, un buen recuerdo, un espléndido gesto cariñoso que agradecí y agradezco de manera muy sentida.


En previsión de posibles situaciones difíciles, le había dicho yo al director, días atrás, que hablara él, que es de mucho hablar, en nombre de los cinco, cosa con la que estuvo de acuerdo. Pero las emociones fuertes creo que afectan a la memoria y, aunque se levantó enseguida a hablar, dijo lo que le pareció, pero en su nombre y sin ninguna referencia a los demás. Habló de su abuela –me parece- y de su pueblo y de no sé qué más, le aplaudieron y se sentó. Se le notó que estaba a gusto de jubilado y todos quedaron conformes. Luego tomó la palabra Bautista, grandísimo profesor de Griego y de Latín. Fue breve como un tropezón. Dijo que se sentía muy querido, le aplaudieron y se sentó. También parecía muy contento, con serenidad, pero contento. Luego fue el profe de Matemáticas. Se sacó del bolso un papel, un folio escrito por las dos caras, lo leyó, le aplaudieron y se sentó. No sé lo que dijo porque, aunque lo tenía a dos plazas de mi sitio, hablaba muy bajo y no me enteré. Me imagino que estaría bien. También quedó con cara de satisfacción. Quedábamos Cristina, la profesora de Francés, y yo. Con toda la intención le dejé que empezara ella. Le dijeron que podía hablar en francés y creo que eso le vino muy bien porque lanzó una parrafada en ese idioma, con gestos muy convincentes y dicción muy serena, que produjo grandes aplausos en la concurrencia. No puedo decir de qué habló porque no sé francés y, sobre todo, porque ya sólo quedaba yo. Sólo quedaba yo solo, teniendo que sellar en público mi jubilación. Como en las bodas, que tienes que decir públicamente que quieres a tu pareja. No me podía escapar.
Me levanté. Creo que fui yo el que me levanté. Una vez de pie intenté convertirme en actor, como en clase, como cuando hay que dar un espectáculo ante la clientela haciendo que Kant hable por mi boca, y luego Nietzsche, y luego el que toque. Sólo que aquello era más difícil, mucho más difícil, porque, junto a unas ideas que había pensado por la mañana, por si acaso, habían aparecido en el estómago, o en el corazón, o en algún lugar de por ahí dentro unas emociones paralizantes, incontroladas, bombeantes que no me hacían ninguna gracia.  Puse las manos en sendas botellas que había por allí, dando una imagen seguramente grotesca y mostrando sin ningún disimulo que en algún lugar había que apoyarse. Y hablé.


Hablé con la voz fuerte, como habitualmente lo hago. Callaron enseguida. Los muy malvados tenían ganas de espectáculo y querían ver por dónde salía. Salí por donde no tenía pensado hacerlo: “Cuánto tiempo ha pasado ¿eh?”. Y empecé por pedir disculpas por las consecuencias de todos los posibles errores que hubiese podido cometer en toda mi vida profesional. Estoy seguro de que alguno cometí, pero más seguro aún estoy de que hay quien cree que lo hice. Me pareció elegante comenzar así y lo hice porque quería decir eso. Luego, me pareció justo agradecer a todos los que me habían  ayudado a llegar hasta allí, a los que me habían enseñado algo útil para las clases, a los que me habían dado su tiempo, incluso su sonrisa por un pasillo. La cosa iba bien o, al menos, así me iba yo animando para seguir. Abrí, a continuación, la puerta del futuro comparando lo que me había encontrado yo al llegar a la enseñanza con lo que veía ahora. Mi conclusión fue que todo seguía estando por hacer: había que buscar una administración a la que le importara de verdad la enseñanza, había que modernizar los métodos, había que dejarse de aulas de informática para introducir la informática en las aulas y había que eliminar la práctica individualista para adoptar estrategias comunes que mejoraran no sólo la disciplina, sino también la comprensión lectora, la ortografía, etc. Todo esto lo dije con ánimo. Me descubrí gesticulando, lo cual era señal de que había dejado de apoyarme en las botellas. Me quedaba poco que decir. Estaba llegando a la cumbre y este happening obligado y no querido estaba saliendo decentemente. Dije:
“Este oficio es duro, muy duro, pero tiene una ventaja: que se le puede encontrar sentido. Son los alumnos”.


Y ahí me rompí. Todas las tensiones del cuerpo, todas las emociones del alma, todas las contradicciones vividas en los últimos meses se concentraron en la Puerta del Sol de la garganta y me impidieron seguir. Una terrible amenaza de lluvia me llegó a los ojos y me senté. Estaba casi paralizado. No pude decir que si algo había aprendido a lo largo de mi vida en la enseñanza es que lo más importante son los alumnos, que lo que haces lo haces por ellos y para ellos y que nunca había que cambiar esa intención si no queríamos desvirtuar la enseñanza, que los alumnos son los que convierten el acto educativo en un acto humano. No dije nada de esto porque no pude, pero mi subidón emocional posiblemente hizo algo de efecto, lo cual, luego, me tranquilizó un poco.
Noté que al final algunos de los asistentes estuvieron más cariñosos conmigo que al principio, lo cual me gustó. Estuve hablando con un antiguo compañero de departamento. Noté que tenía la necesidad de saber cómo se sentía una persona que se jubilaba y me preguntó muchas cosas. Yo notaba que hurgaba en mi herida, pero no me importó, porque si algo he echado en falta han sido las experiencias de otros que ya vivieron lo que me tocaba vivir a mí. Casi todo me lo he tenido que inventar yo y eso es muy duro. De manera que en un par de ocasiones se me volvió a cerrar la garganta y el surtidor de los ojos funcionó levemente más de una vez. El muy cachondo me dijo que nunca había visto a un jubilado así, tan carente de entusiasmo por su nueva situación, y que se veía él con más actitud de jubilado que yo. El problema estaba y está no en que yo no tenga entusiasmo, sino en que lo tengo partido por la mitad. Una parte me acerca a los alumnos y la otra me aleja de ellos. Ese es mi problema.



martes, 31 de mayo de 2011

Jubilación


Mañana día 1 de junio compañeros actuales y antiguos nos ofrecen una comida a los cinco profesores que hemos optado este año por jubilarnos voluntariamente.

Reunirse para comer y pasar un buen rato siempre es agradable y por eso les quiero agradecer la iniciativa. Lo que ocurre es que yo soy más bien raro, más bien torpe para algunos ritos sociales y más bien soso con los actos que no acabo de entender. Y como este es uno de ellos, ando con el ánimo escindido entre el no tener muchas ganas de darle vueltas al tema de la jubilación y el no querer pasar por desagradecido con unos compañeros que organizan y participan en este acto con su mejor intención.

En mi trayectoria vital, una de los objetivos que pretendo es el de incrementar mi sensibilidad para todo aquello que suponga un aprendizaje, un crecimiento, una experiencia enriquecedora, un avance en mi humanidad. Pero jamás he tenido sensibilidad alguna para los momentos únicos en la vida. Siempre recordaré la víspera de la Jura de la Bandera en el cuartel en el que hice el servicio militar. Un brigada o un sargento, no me acuerdo bien de este detalle porque nunca llegué a dominar el código de los galones, con un vozarrón tremendo, al igual que su carácter, a los que andábamos allí dispuestos a lo que fuera menester nos gritó que si el día de la Jura no nos emocionábamos, no nos emocionaríamos nunca. Yo no me emocioné y no viví esta ausencia de sentimiento de manera demasiado impactante, salvo que el trance me aportó un granito de arena más en mi autoconsideración como un ser un tanto raro. Lo mismo me pasó –bueno, quizás fuese aún peor- el día de mi boda, o el día que saqué la oposición o, en general, los días que parecen señalados como irrepetibles. Siento más emoción con lo que ocurre en un día normal que con lo que viene ya de antemano cargado con una necesidad de vivencia fuerte. De hecho, lo he pasado mucho peor, con mucha más carga emocional, en los preparativos de la decisión de jubilarme que ahora.

Entiendo perfectamente que para muchos la jubilación sea un momento alegre y deseado. La génesis del término parece abonar esta teoría. En efecto, la etimología de jubilación es posible que sea doble. Por una parte, procede del latín jubilare, que significa dar saltos de alegría, emitir iubilis, gritos de gozo, como los que proferían los pastores y los campesinos en los ratos de fiesta. Tanta alegría y tanto escándalo hace referencia a que se cesa en el trabajo, palabra de origen también curioso, pues procede del latín tripalium, un instrumento de tortura formado por tres palos, del que se colgaba al esclavo cuando se le quería azotar. De tripalium viene trabajo, una tortura y un sufrimiento de los que se huye con saltos y gritos de alegría en la jubilación.

El otro posible origen de jubilación viene por la línea hebrea. Establecieron los hebreos que, tras 49 años de trabajo (7 veces 7), debería venir uno de descanso, un año jubilar, cuya celebración comenzaba con el sonido de un yyobel, un cuerno de cabra que daba paso a la fiesta.

Torturas, sufrimientos, cabras, pastores, todo esto, junto con su simbología, me cae bastante lejos de mi vida concreta.

En realidad, ahora me siento como en una nube. No sé qué cara poner. Si se trata de sentir alegría, no siento demasiada: un poco sí, por huir de algunos aspectos desagradables, y un poco no, por dejar lo bueno de este oficio. Y si sintiera tristeza, no creo que encima haya que ir a una comida de tristes a no se sabe muy bien qué. Si se trata de una comida de despedida, me parecen conceptos contradictorios, puesto que las comidas son alegres, mientras que las despedidas son tristes.

En fin, que agradezco muy de veras el acto, porque sé que está pensado con una buenísima actitud, que espero que no se abra demasiado el cajón de las emociones rebosantes, que no hacen más que incordiar, y que los que han organizado este evento no salgan defraudados. Espero que no se les ocurra llevar un cuerno de cabra y que, encima, mis colegas empiecen a dar saltos de alegría y gritos de júbilo.

martes, 16 de junio de 2009

Jubilación. ¿Júbilo?


Se están yendo.
En cuanto pueden, se van.
Los profesores se están jubilando antes de lo que preveían hace años.
No están cansados. Están hartos.
No es que hayan perdido la ilusión, es que se la han quitado.
Los han dejado solos. Nos están dejando solos.
Los padres, en general, no ejercen de padres. Están perdidos. Se pusieron a procrear, quizás por rutina, quizás porque se lo mandaba el cura, pero sin tener ni idea de en dónde se metían.
La legislación hay veces que parece que la ha hecho el enemigo un sábado por la noche.
Los políticos van arrastrando por la vida sus traumas, sus prejuicios, sus rencores, sus ignorancias o sus intereses.
Y nos estamos quedando solos.
Ayer fue José Antonio. El otro día, Ramón. Antes, muchos más. Y el comentario más oído es: “Yo, en cuanto pueda”.
Me da miedo el futuro del país. Y me da pena el futuro de tantos alumnos, a los que se diría que los han invitado a una fiesta en la que casi no hay ni comida, ni bebida. Ni siquiera música.
La mierda avanza.