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jueves, 6 de julio de 2017

Buenas noches. Posible y real



España huele mal. Veo que los ciudadanos se acostumbran con facilidad a vivir como si estuvieran solos en el mundo, dejándose llevar sin criterio por sus apetitos y por sus ocurrencias, usando mal todo lo público y molestando sin misericordia a todo el que esté a su alrededor. Y no hablo de las grandes maniobras de las gentes poseídas por el dinero y por la codicia, que explotan sin piedad, que quieren acaparar bienes sin medida y que creen alevosamente que, cuando les interesa, el fin justifica los medios. Estamos construyendo poco a poco un disparate de país, cuyas consecuencias sufriremos cada vez más.

Intentando huir de esta peste que nos persigue por cualquier parte, nos fuimos días pasados al Museo Thyssen-Bornemisza, a ver una preciosa y muy recomendable exposición titulada “El Renacimiento en Venecia. Triunfo de la belleza y destrucción de la pintura”. Está montada de manera muy didáctica y se puede disfrutar no solo de los cuadros que se exponen, organizados por temas, sino de la evolución de la propia pintura veneciana, que aspiraba a plasmar una belleza ideal basándose especialmente en los colores y en las formas, sin centrarse en los aspectos devotos o culturales de los mismos. A mi modo de ver, una muy buena exposición digna de verse.

Pero ver a gusto una exposición es hoy una empresa bastante difícil. El escándalo con el que uno se encuentra nada más entrar en un museo te hace muy difícil adoptar una actitud de tranquilidad, en donde se agudice la sensibilidad y la mente se muestre receptiva y dispuesta al gozo. Coincidimos esta vez en el tiempo con dos señoras, muy bien vestidas de mañana, ambas con caras de catedráticas de algo -o de todo-, que no paraban ni un segundo de contarse mutuamente sus opiniones o sus ocurrencias, pero en voz alta, de manera que estábamos, por ejemplo, delante del enorme cuadro de Veronés, “El rapto de Europa”, y teníamos que estar escuchando las voces de las señoras, que repetían una y otra vez profundas expresiones tales como “¡Qué preciosidad!” o “Es de una belleza sublime, como aquel que vimos en el viaje a París, que era también estupendo” y cosas así, que podían perfectamente contarse resumidas al final de la exposición, en lugar de estar allí como si el museo fuera suyo y molestando a todo el mundo.

Procuramos alejarnos de tan horteras y maleducadas señoras y pudimos, durante un rato, ver en paz algunas salas. Llegamos a la titulada “Belleza y melancolía del Renacimiento veneciano”. Estábamos delante del cuadro de Lorenzo Lotto, “Retrato de un joven en su estudio”, cuando oímos con toda nitidez un ruido discretamente breve, conciso, pleno de vibraciones, como si para existir hubiese tenido que atravesar un estrecho, pero denso, desfiladero a través del cual el paso fuese difícil y problemático. Era un ruido que recordaba experiencias vividas por todos, aunque nunca en un museo, porque eran más propias de la más personal intimidad. Fue una irrupción sorprendente, inusitada, inesperada, rompedora, chocante, de esas que te paralizan un instante, que te hacen mirar de reojo y sospechar de cualquiera, porque estás ante una de esas ocasiones en las que estás seguro de que has oído un ruido, pero que no lo has producido tú. Me acerqué a mi acompañante y enseguida me preguntó qué había sido ese ruido. “Yo creo que un pedo”, le dije. “Yo también lo creo”, me contestó. Como estábamos a un par de metros de distancia, me preguntó, como intentando empezar a rechazar hipótesis y a centrar la situación: “Tú no habrás sido, ¿no?”. Rápidamente le contesté, levantando discretamente las palmas de las manos en señal de inocencia, “No.No. ¡Qué coño voy a ser yo!”. Hicimos como que habíamos terminado de ver el cuadro y echamos una mirada como de soslayo a la sala. No había casi nadie en aquel momento, pero relativamente cerca de nosotros había una señora, un poco entrada en carnes, hablando por el teléfono móvil. Ya se sabe -bueno, más bien, no se sabe- que el teléfono móvil hace que desconectemos de la realidad cercana, que cuando lo usamos no seamos conscientes de por dónde andamos, ni del volumen al que hablamos, ni de lo que hacemos con las manos. Posiblemente haya también una relación entre el uso del móvil y la relajación de los esfínteres. No había ninguna otra persona a una distancia tal que sus bajos vientos pudieran sonar como el que oímos, así que supusimos que, una vez más, el móvil había jugado una mala pasada a la señora y a los que en ese momento coexistíamos con ella. Una señora tirándose un sonoro pedo en un museo. Una señora hablando por el móvil en una exposición. Así andamos.

Después de comer, fuimos al Museo del Prado, a ver otra magnífica exposición, abierta hasta el 4 de septiembre. Se trata de los “Tesoros de la Hispanic Society of America”. Es espectacular, de temática diversa y de una calidad excepcional. Contiene una selección de lo que el hispanista Archer Milton Huntington reunió durante la primera mitad del siglo XX en su museo de Nueva York y que constituye la colección de arte español y de América Latina más importante fuera de la Península Ibérica. Contiene piezas, de un enorme valor artístico y monetario, de todas las épocas históricas, con cuadros del Greco, Zurbarán, Velázquez o Goya. En la planta superior hay una impresionante -no creo que haya otra igual- colección de retratos, la mayoría realizados por Sorolla y por Zuloaga, de los intelectuales del momento que vivió el coleccionista. Me parece que no hay que perdérsela.

Mientras estuvimos en el museo tuve que pedir que se echara a un lado a un tipo que se había puesto a chatear delante del cuadro que me tocaba ver, y lo mismo a dos señoras, una de las cuales le enseñaba a la otra las fotos de sus nietos en el móvil, que se habían instalado para ello delante de un precioso y espectacularmente luminoso cuadro de Santiago Rusiñol. También le tuve que sisear a dos individuos que se sentaron delante de un vídeo sobre la vida del coleccionista, pero que hablaban como si estuvieran en un estadio de fútbol. Una vigilante tuvo que hacer lo propio en otra sala. Como ya he dicho, así andamos.

Aunque había mucho más que ver, ya estábamos bastante cansados, de manera que decidimos volver a casa. Teníamos que tomar un autobús en el centro de Madrid y nos pusimos en la cola. Allí comprobamos que la vida es sorprendente, que te puede obsequiar, a veces, con situaciones nunca experimentadas y que, aunque la vida puede ser bonita, este mundo es cada vez más una mierda. Supongo que la rueda de la fortuna no tiene por costumbre pararse dos veces en el mismo lugar o ante las mismas personas, pero sí sé que en ocasiones la desgracia se ceba sin compasión en quienes le parece oportuno hacerlo.


Antes de que el conductor del autobús abriera la puerta para que entrásemos las diez o quince personas que estábamos esperando, más cinco o seis adolescentes, que están adoptando la costumbre de no ponerse en ninguna cola, oímos otro ruido, de esos que reconoces con facilidad, de los que huyes siempre porque no suelen venir acompañados de nada bueno, de los que no esperas encontrar en los lugares públicos. Oímos el ruido, nos miramos y uno de los dos dijo. “¿Será posible?” Sí. Era posible. Más que posible, era real. Era lastimosamente real. Aunque te cueste trabajo admitirlo, amable lector, la señora que estaba delante de nosotros en la cola se había tirado otro sonoro pedo, pero esta vez acompañado de un nauseabundo olor que recordaba unas coles de Bruselas cercanas a la corrupción, o un pescado sacado del mar hace un mes y almacenado por pura codicia, o a un repollo tragado sin masticar y cocinado con todo el cinismo del mundo. Sí, amable lector, fueron dos pedos en el mismo día, pero sabiamente repartidos: uno, por la mañana, y el otro, por la tarde. Solo que el último trueno venía acompañado de una lluvia de olor a mierda que, unido a todos los episodios vividos en pocas horas y a todo lo que se ve, si se mira, en cualquier lugar, te hace pensar en buscar refugio, en huir, en que este mundo no funciona y en que -entiéndelo como quieras- este país huele mal, muy mal.

Buenas noches.