Mostrando entradas con la etiqueta Cristo de la Defensión. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Cristo de la Defensión. Mostrar todas las entradas

lunes, 9 de marzo de 2009

Apretar las manos con cariño



He conocido a través del mundo de los blogs a muchas personas interesantes. Una de ellas es Charo Barrios. Es una gran persona y es un honor para mí poder tratarla como amiga. Charo es de esas personas ante las que hay que callarse para escucharla y, con más frecuencia, hay que leerla en su blog, tan interesante y gratificante.

El otro día contó que había conocido a una gran mujer rumana, Lucía, que regentaba en Sevilla un espléndido bar, de nombre Anda*Lucía. Procuré ponerme en el lugar de Lucía y comprender lo que relataba Charo, y después le pedí que cuando volviera a verla, le tomara la mano y se la apretara con fuerza de mi parte, como queriéndole transmitir mi reconocimiento hacia un ser humano valioso.

No sé si entenderás muy bien este gesto de apretar la mano. Es, para mí, un gesto vivido y aprendido y quiero contar aquí dónde lo aprendí. Fue en la Cartuja de Jerez. En la iglesia de la Cartuja dicen misa los domingos y los lunes, a las cuatro y media o cinco de la tarde, no lo recuerdo bien. Un domingo fuimos allí toda la familia. Todos teníamos curiosidad por ver aquello y yo quería ver sobre todo lo que de arte podía haber en aquel precioso edificio, en el que, por ejemplo, fue recibido el imponente Cristo de la Defensión, que luego daría lugar a una muy peculiar cofradía que procesiona en Jerez desde la iglesia de los capuchinos.
Como venía con nosotros mi madre, nos quedamos a la misa. A la hora de darse los asistentes la paz, una monja cartuja se acercó al público y uno por uno nos fue deseando la paz a todos. Lo hizo tomando con las suyas nuestras dos manos a la vez. Me hubiese gustado poder grabar en algún lugar fresco de la memoria, poder inmortalizar la sensación que tuve, la emoción que sentí, lo que me trasmitió aquella persona cuando, con una sonrisa en el rostro, me tomó las manos y me las apretó con una especie de fuerza dulce, con una familiaridad cercana, a pesar del desconocimiento mutuo, con un cariño limpio, con algo que ella llamaría seguramente con algún nombre con connotaciones religiosas, pero que yo sólo acierto a denominarlo como humanidad.

Yo, que por convicción y por carácter tiendo a ser, a pesar de mi timidez, más bien cariñoso, encontré en aquella monja una especie de modelo de comportamiento, un estilo humano que me conmovió y que admiré. Una forma de tratar a los demás que me pareció humana y buena.
.