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viernes, 1 de marzo de 2013

Lo que vi: Antígona, de Anoulhl.




La sala 1 del Matadero es un espacio escénico amplísimo, lleno de posibilidades y muy diferente al que el espectador puede encontrar en un teatro convencional. Las tablas del escenario están al nivel de la primera fila de espectadores y las desnudas paredes de la sala puede que produzcan en el público la impresión de que se está en una especie de pabellón deportivo, en lugar de en un recinto teatral.

Quizás sea por eso que los espectadores, ya sentados en sus algo incómodas butacas, no callen y sigan hablando y hablando -con esa manía que tiene hoy el español medio, de tener que hablar en todas partes, incluidos conciertos u obras teatrales-, a pesar de que en el escenario hay ya una actriz, la genial Berta Ojea, bordando su papel de nodriza barbuda. El personaje está, es verdad que callado, pero actuando. Tiene que sonar la voz que recuerda que hay que apagar los móviles y que la función va a comenzar para que los asistentes se callen. Para entonces, ya no se habrán dado cuenta de que la nodriza se ha echado a dormir y que lo que viene a continuación es lo que sueña. La ambientación de este sueño echa mano de las máquinas de humo. Me imagino que habrán tenido que contratar un verdadero arsenal de tales artefactos, tanto por las dimensiones del local, como por el tiempo que transcurre desde que empieza a salir el humo blanco desde el fondo del escenario hasta que cesa tal efluvio, con algunos espectadores ya un poco molestos por la presencia olorosa de tales emanaciones.

La obra cuenta la historia de Antígona y de su hermana Ismena, hijas de Edipo, y sus reacciones ante la muerte de su hermano Polinices. Tras la muerte de Edipo, sus hijos Etéocles y Polinices deberían ocupar el trono durante años alternos, pero el primero no cede el poder y Polinices entonces organiza un golpe de Estado para ocuparlo. Tras la muerte de ambos en la lucha, ocupa el trono su tío Creonte, un tirano que, con afán de dar ejemplo al pueblo, decide castigar la actitud de Polinices, prohibiendo que se dé sepultura a su cadáver y permitiendo que se pudra a la vista de todos.

Las reacciones de las dos hermanas son contrarias y prototípicas de las dos posiciones habituales frente al poder. Ismena, transigente, miedosa y disciplinada, acata sin más el designio del tirano. Antígona, por el contrario, considera injusto e inmoral el designio de Creonte y se atreve a robar el cadáver y a enterrarlo. Antígona representa el ideal de justicia y de racionalidad. Es la reacción del individuo consciente frente al poder. Creonte, por el contrario, defiende una visión posibilista, realista de la sociedad y del poder. A pesar de que entiende los problemas del ejercicio del poder, acepta asumirlo. Es imposible la coexistencia de ambas posturas y Antígona termina siendo condenada a muerte por su tío. Éste, a su vez, recibe las consecuencias de su decisión sufriendo el suicidio de su hijo, prometido de Antígona, y de su propia mujer.

La puesta en escena que eligen Rubén Ochandiano y Carlos Dorrego es muy libre. El policía que aparece en la obra va caracterizado de payaso, llega montado en un ridículo triciclo y no acierta ni siquiera a elegir la manera de matar a Antígona. La nodriza, magníficamente interpretada por Berta Ojea, es una mujer barbuda. Hemón, el prometido de Antígona, aparece como un boxeador y Creonte lleva puesta una especie de capa o bata y unas gafas de sol de una conocidísima marca. Hay un personaje, que va comentando y casi explicando lo que va ocurriendo en el escenario, pero lo hace en francés. Quienes no sepan este idioma, tienen que seguir la traducción simultánea que aparece encima del escenario, pero sin ver al actor que habla. Me pareció una especie de distanciamiento, similar al que introducía en sus obras Bertold Brecht, tendente a que el espectador se separe emocionalmente de la obra para que intente comprender el mensaje que se quiere transmitir.

El montaje no es demasiado espectacular. Los actores parecen dedicarse sobre todo a la emisión del texto, sin dotar de emoción a sus palabras. En este sentido, no me acabó de convencer Najwa Nimri, a quien a veces me costaba trabajo entender. Esta actitud de centrarse en el texto, mostrándolo un tanto frío, me parece observarla en la mayoría de las obras que he visto últimamente.

A medida que avanza la obra, se va poniendo muy de manifiesto un paralelismo entre lo que se relata en el escenario -déspota, las actitudes de las hermanas en relación con el poder- y la situación que vivimos actualmente en España. Al final, la referencia es clara y la obra termina con el pasodoble “Suspiros de España”.

La obra merece la pena verse. De hecho, yo lo volveré a hacer próximamente.