jueves, 28 de julio de 2011

MI callejón




Hay un callejón estrecho. Sus paredes tienen a ambos lados un buen número de cierros. Son como balcones cerrados por una verja de hierro y por cristales que aíslan el espacio hasta el dintel de la puerta. Tras los cristales, unas cortinas preservan el interior de la casa de las miradas externas y permiten al que vive en ella mirar a su capricho al que pasa por allí.

Cada día, a la misma hora, me desnudaba de todo lo que no soy, pero que era mío, y me salía a pasear por el callejón. Iba despacio, muy despacio. Unas veces con carteles de letras, otras con músicas en la maleta y otras con fotos que exponía en una pancarta sobre mí.

No solía haber nadie en el callejón, pero yo sentía las miradas detrás de las cortinas. Los ojos desde las casas no me miraban a mí, sino a lo que llevaba, como cuando se ve la televisión, que no se ve la televisión, sino lo que aparece en ella. Yo era como un fantasma desnudo que echaba carnaza en el callejón para que los ojos de los cierros completaran su rutina.

Un día me paré en mitad del callejón. Dejé el cartel en el suelo, levanté los brazos y grité: 
¡¿para qué?! 
Los hilitos entre las cortinas que permitían al ojo ver lo de fuera se cerraron de golpe ante la inesperada novedad. Nadie contestó. El silencio se hizo espeso, aunque la frecuencia de los latidos se hizo notoria en el callejón. Yo tomé mi cartel y seguí mi camino, pero al día siguiente me planteé la conveniencia de ir o no ir a pasear por el callejón. Decidí volver. Tomé mi cartel, mi maleta y mi pancarta, pero si me hubiesen visto el rostro, se habrían dado cuenta de que yo no era el mismo.

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